La terre de cendres et diamants

A la Polonia donde he aprendido que el teatro es lucha y anhelo de libertad.

Como en lo alto de la rama
alta sobre la rama más alta
madura la manzana
olvidada por los recolectores.
Pero no la olvidaron.
Sino que no pudieron alcanzarla.
SAFO




Prólogo

En abril de 1994, sobre un estante poco frecuentado de mi biblioteca, encontré 26 cartas que Jerzy Grotowski me había escrito entre julio de 1963 y agosto de 1969. Probablemente no sean todas las cartas de ese período. Pero no casualmente la primera me fue enviada a la India y la última, desde la India.
La India fue para nosotros un lugar de encuentro. No habíamos estado ahí juntos jamás, pero la cultura, las paradojas y las proximidades a pesar de lo lejano de ese país, hicieron crecer entre nosotros, después de nuestro primer encuentro, una complicidad de pensamiento y una comunión de lenguaje.
La mayoría de las cartas fueron escritas entre 1964 y 1966. Éstos fueron para Grotowski los años que precedieron a la explosión de su notoriedad; para mí, los años en que cree el Odin Teatret, en Oslo, Noruega, y después en Holstebro, en Dinamarca.
A partir de 1970, nuestra correspondencia se espació. Grotowski había adquirido un prestigio en el extranjero que le permitía salir más fácilmente de Polonia donde, por otra parte, el régimen se estaba suavizando desde el traslado del Teatr-Laboratorium de Opole a Wroclaw. Era más fácil encontrarlo fuera de Polonia, sea en Holstebro, o en cualquier parte de Europa. Por cuestiones laborales, telefonear era más simple que escribir: lo esporádico de las cartas indica comunicaciones más fáciles aunque menos frecuentes, ya que al mismo tiempo nuestros caminos se separaban.
Yo concentraba todas mis fuerzas en preparar a los actores de mi grupo, en elaborar un espectáculo, en encontrar lugares y personas susceptibles de recibirlo, en crear y llevar a cabo actividades que justificaran el calificativo de “laboratorio” dado al Odin Teatret. Era necesario asegurar la supervivencia material y profesional de un grupo de actores muy jóvenes, de idiomas y nacionalidades diversas, aficionados y autodidactas. Las preocupaciones eran muy diferentes y muy lejanas de las de Grotowski quien, en aquel momento, estaba orientado hacia otros horizontes. A fines de 1970, hizo pública su decisión de no realizar más espectáculos.
Mis cartas a Grotowski fueron conservadas en los archivos del Teatr-Laboratorium de Wroclaw. Cuando Ludwik Flaszen y los actores decidieron el cierre en 1984, mientras Grotowski vivía en el extranjero como apátrida, las cartas se extraviaron. No pude entonces publicar más que la mitad de la correspondencia.
Grotowski y yo hemos hablado con frecuencia de estas cartas, del universo que ellas hicieron resurgir, del entramado de disimulos y códigos secretos destinado a engañar a la policía, pero que a la vez dio a nuestros entusiasmos, a nuestros descubrimientos y a nuestra complicidad un sabor ingenuamente novelesco, a mitad de camino entre Lancelot (o Perceval) y Rocambole. Nosotros mismos muchas veces tenemos dificultades al descifrar nuestras "claves" de entonces. Si bien esto nos hace sonreír, no podemos olvidar que fue una verdadera aventura donde estaba en juego el cierre del Teatr 13 Rzedow.
Me pregunto si esta aventura no se ha vuelto incomprensible para el lector de hoy en día. De hecho, yo estaba muy reticente sobre este proyecto de publicar las cartas: ¿qué podían decirles a un lector ajeno, más allá del interés evidente que puede tener cualquier documento relacionado con una personalidad como Grotowski?
Las reliquias no han sido jamás mi fuerte. Adoro los museos pero tengo horror de tener que ver allí dentro a las personas que amé y que amo; y más aún, a los momentos de mi vida.
Pero siempre he amado la historia, sus contradicciones, ese drama que aparece cada vez que sus clasificaciones librescas entran en conflicto con aquello que pretenden a ocultar.
Así mis reticencias se vuelven contra mi mismo, creándome una nueva obligación. Era necesario que las 26 cartas sean precedidas de un relato que señalara el contexto, la Polonia de entonces, esa que yo había vivido. Debía contar cómo un minúsculo teatro se había vuelto para mi un continente espiritual, una patria a inventar, una tierra donde migrar, un sueño imposible de traicionar.
Debía intentar explicar cómo dos jóvenes muchachos que no tenían los mismos treinta años, podían representar su relación, tomando de Kipling el vínculo que existía entre el viejo Lama y el joven Kim.
La primera parte del libro – La tierra de cenizas y diamantes – narra un segmento de la historia subterránea del teatro y una historia de amor.
La he escrito para aportar un testimonio sobre ciertos años cruciales para el teatro de la segunda mitad del siglo XX, los años de la incubación y eclosión de la revolución teatral de Jerzy Grotowski, Ludwik Flaszen, Jerzy Gurawski y el puñado de actores en torno a ellos. El contexto es el de la Polonia socialista en un período histórico marcado por la oscuridad de un régimen policial y el fervor de una vida intelectual y artística que era a la vez grito de liberación y laborioso espacio de libertad.
Parece que, a pesar del tiempo, se conserva bien el sabor de esos años. Ya que cada vez que las huellas en la tierra se olvidan, la historia puede devenir rectilínea, es decir, socarronamente pueden transformarse en enojo los hechos verídicos que la historia unió.
Es posible, por ejemplo, trazar una línea que relacione el teatro de Grotowski con las reformas y las búsquedas teatrales de la primera mitad del siglo en la corriente eslava: Stanislavski-Vakthangov-Meyerhold-Eisenstein-Grotowski. O bien una línea menos convencional que ponga el acento en el trabajo del actor y el director, en el texto y contra el texto: Meyerhold-Brecht-Grotowski. O aun más, una línea que traspase el horizonte del espectáculo como finalidad única del trabajo teatral: Stanislavski-Soulerjitski-Copeau-Osterwa-Grotowski. Todas estas conexiones son justas. Pero sirven sobre todo a quienes se obsesionan por tratar de encontrar un sentido y una dirección a los acontecimientos del pasado.
En cambio, son inútiles para los actores y directores que hoy en día deben batirse contra las circunstancias hostiles, contra la indiferencia y la soledad, que los lleva a inventarse un hogar – un teatro – a su medida. Para ellos, la principal corriente de la historia teatral del siglo XX, el relato de los desafíos victoriosos que – a la distancia – fueron modelo de revoluciones estéticas y descubrimientos fundamentales, no son de mayor interés. En las aventuras de sus predecesores ellos también buscan una inspiración y ejemplos para resolver los innombrables obstáculos cotidianos y los difíciles problemas que les genera su elección. Ellos buscan estratagemas, técnicas, principios e ideas que los ayuden a vencer la impotencia que los agobia. No tienen aun nombre e intentan encontrarse o descubrirse uno, tienen sobre todo necesidad de conocer las condiciones materiales prosaicas de la historia anónima.
Port-Bou es un pueblo español en la frontera con Francia donde Walter Benjamin, fugitivo del nazismo, se suicidó. Yo había pasado por allí en la primavera de 1995 para ver su tumba. Naturalmente me encontraba en el cementerio, pero no la pude encontrar. Repentinamente comprendí que no podía estar allí: él era judío, y además, suicida.
El cementerio está asentado entre el cielo y el mar en la cima de un acantilado. Muy cerca de allí, se dibuja la embocadura de un túnel, un pasadizo de acero hecho de placas metálicas como las de una coraza, corroído por el aire marino y el tiempo. Una escalera, también de acero, desciende a lo largo del túnel justo hasta el mar. Yo comencé a descender y vi a mi imagen venir a mi encuentro. Veía abajo el esmeralda del mar y al mismo tiempo me veía avanzar. El túnel desembocaba sobre el vacío y el mar, cerrado en su extremo por una placa de vidrio que reflejaba la imagen de quien descendía. Mientras admiraba la ocurrencia del monumento que Dani Karavan había dedicado a la memoria del cabalista marxista, yo seguía al filo de mi emoción. Después mi imagen se detuvo sobre el vidrio ligeramente opaco marcando el final del descenso. Sobre la placa de vidrio, en caracteres minúsculos, estaba grabada en alemán, en español, en francés y en inglés, una frase de Walter Benjamin: “Es mucho más difícil honrar la memoria de personas anónimas que de personas célebres. La construcción histórica está consagrada a la memoria de aquellos que carecen de nombre”.
Quisiera relatar un momento decisivo de la historia teatral como si fuera la historia de jóvenes anónimos. La quisiera presentar tal como era en aquellos años, una historia subterránea, de topos. ¿Se trataba de fanáticos encandilados por un espejismo? ¿Es el reconocimiento general y la celebridad los que transforman ese espejismo en diamante?
La historia subterránea del teatro no se deja atrapar por las explicaciones a posteriori de la historia. Se ocupa de las casualidades aparentes, las circunstancias ilógicas y los encuentros fortuitos. Pero sobre todo echa luz – en pos de los grandes resultados y las eficaces elecciones – sobre otras fuerzas y otras dimensiones: la rebeldía, la incapacidad de plegarse al espíritu del momento, la sed de trascender a la propia época y a uno mismo. Y también sobre la fuerza del amor.
¿Cómo llamar, sino “amor”, a la pasión que ha unido a ciertos artistas teatrales con otros, transformando en prácticas viables eso que los observadores objetivos consideraron como obsesiones de maníacos solitarios?
¿No es una historia de amor el vínculo entre Soulerjitski y Stanislavski? ¿Y Vaghtangov? ¿No es una verdadera historia de amor tormentoso y malhumorado la que ha creado la relación entre Stanislavski y Meyerhold? ¿O entre Eisenstein y Meyerhold?
Hoy en día la pasión amorosa no es considerada más que en su dimensión erótica, impidiendo aprehender el término “Maestro” en toda su densidad, impidiendo superar los conceptos banales de influencia, método, fidelidad o infidelidad. Como si el Maestro no fuera aquel que se revelara para desaparecer después; como si su acción no consistiera más que en enseñar y seducir, cuando es una ardua premisa para descubrir la propia soledad, creatividad e insensibilidad.

Es Nando Taviani, amigo muy querido y preciado colaborador desde 25 años, quien me ha impulsado a publicar las cartas de Jerzy Grotowski precedidas del relato de mi estadía en Polonia y los años, para mí decisivos, pasados con mi maestro en Opole. Carla Carloni ha fomentado este libro que me parecía prematuro. He pensado la lengua y el tono con los amigos que han tenido la paciencia de leer el manuscrito y la generosidad de criticar sin ambages: Julia Varley, Franco Ruffini, Nicola Savarese, Clelia Falleti, Rina Skeel, Ugo Volli, Stefano Geraci, Paolo Taviani, Roberto Tinti, Iben Nagel Rasmussen, Torgeir Wethal, Zbigniew Osinski. Gracias al celo y a la competencia de Mirella Schino, y después de miles de irresoluciones, este libro ha visto el día.

Carpignano, Julio de 1996 – Holstebro, Enero 1998

Posdata
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Cuando escribí La tierra de cenizas y diamantes, Jerzy Grotowski estaba ya gravemente enfermo, pero él no había interrumpido sus actividades. Nuestros contactos por lo tanto se mantuvieron.
Mi último encuentro con él tuvo lugar en noviembre de 1997, en Bologna, en ocasión de la ceremonia donde él fue nombrado Doctor Honoris Causa de aquella universidad.
Nosotros habíamos hablado también de este libro del cual él había leído el manuscrito. La primera edición de La tierra de cenizas y diamantes fue publicada en Italia, en junio de 1998. El 14 de enero de 1999, Jerzy Grotowski moría en Pontevedra. Su último deseo ha sido que sus cenizas fueran llevadas a la India, a Arunachala, donde estaba la ermita de Ramana Maharishi.
He decidido no cambiar nada en las ediciones siguientes y dejar, en el libro, que Grotowski hable como una persona viva.

Eugenio Barba
Holstebro, agosto de 1999

traducido del francés por Diego Manara
Buenos Aires, junio de 2008.

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