Carta de Artaud

Mi estimado amigo:

Cuando yo llegué aquí hace dos años, usted me recibió con mucha amistad. El doctor Ferdiere, que me conocía desde hacia años, le había contado mi odisea y como él usted también quiso reparar la injusticia cometida al tratarme como a un alienado. Supo que si me castigaban era por ciertos gestos o maneras de hablar y de pensar propias del hombre de teatro, del poeta y del escritor que siempre fui. ¿Qué es un poeta sino un hombre que ve, y convierte en realidad sus ideas e imágenes con mayor intensidad, vida y justa felicidad que los demás hombres, y que gracias a la palabra, sabe comunicarlas?

Como actitud general, comportamiento, manera de ser en todos los instantes, el hombre que está aquí – yo – es el mismo que comenzó a escribir versos, hacia 1913, ya en los bancos del colegio. Cuando descubría un verso, lo recitaba en voz alta para sentir su ritmo y el cuerpo de sus sonoridades interiores. Y todos los poetas de la tierra siempre han hecho los mismo y no hay un carbonero, almacenero o repartidor que no haya juzgado en el fondo de su corazón a esos poetas como si fueran locos.

Estoy asqueado de vivir, señor Latrémoliere porque me doy cuenta que estamos en un mundo donde nada me ha sostenido y donde cualquiera puede ser ridiculizado y acusado de insanía según el estado de ánimo del momento y de la hora, y el inconsciente del acusador que a sí mismo se cree juez e ignora absolutamente todo.

Fue usted mismo quien hizo que cesaran de aplicarme, en el mes agosto, los espantosos electroshocks, porque usted había comprendido que no era un tratamiento lo que me convenía y que un hombre como yo no debía ser tratado sino, por el contrario, ayudado en su trabajo. El electroshock, señor Latrémoliere, me desespera, me saca la memoria, entumece mi pensamiento y mi corazón, hace de mí un ausente que se conoce ausente y se ve durante semanas persiguiendo su ser, como un muerto al lado de un vivo que ya no es él, que exige su llegada y que no puede entrar en su casa. Después de la última serie me quedé durante todo el mes de agosto y septiembre en la imposibilidad absoluta de rabajar, de pensar y de sentirme un ser.

Póngase en mi lugar un segundo, doctor Latrémoliere, como un escritor y un pensador que no cesa de trabajar, y vea lo que pensaría de los hombres y de todo si se permitieran, como lo hicieron conmigo, disponer de usted de esa manera. El mismo doctor Ferdiere me ha invitado a venir aquí para sacarme de la atmósfera de los asilos de alienados y para estar cerca de un amigo. Si aquí también van a considerarme un enfermo porque no me comprenden, no valía la pena que viniera a Rodez.

Señor Latrémoliere, ya no creo en los demonios del infierno como creía hace dos años cuando llegué aquí. Porque justamente no quiero tener el cerebro obstruido por todas esas fantasmagorías de iluminación y de mística sagrada. Me di cuenta de que el ser del hombre, tal como somos en este mundo, no comprende nada. No podemos abordar esas cuestiones en el plano terrestre y de la vida, porque el hombre, como somos nosotros y como yo, es demasiado pequeño para esos problemas.

Usted me dijo un día: “Usted no puede decir que no tiene tentaciones. Yo las tengo”.

Y bien, lo que me abruma justamente es verificar que ahora soy un hombre de cincuenta años y todavía suelo tener tentaciones a veces, pero las espanto como si fueran sensaciones físicas perniciosas y no como demonios de lo oculto. Pues ya no creo más en ello pero sí creo que hay sobre la tierra hombres malvados que quieren el reino del Mal y que están organizados en sectas, y que mediante el ejercicio de sus abominaciones y de sus crímenes mantienen la vida en la bajeza, el odio, la guerra, la desesperación, la ignominia. Y sé que del ejercicio de los pecados de todos los criminales vienen las tentaciones, a nosotros que queremos ser puros y buenos.

Amistosamente.


Antonin Artaud

A fines de 1937, cuando acaba de cumplir 41 años, el poeta y escritor francés Antonin Artaud inició un peregrinaje por los hospicios, que sólo imterrumpiría su muerte en 1948. Primero fue internado en el asilo de Le Havre, a su vuelta de México; luego, tras un calvario por sanatorios intolerables, consigue permanecer en Rodez, a unos 50 kilómetros de París. Se quedará tres años y escribirá desde su mísera habitación más de doscientas cartas. Por los menos diez de las cartas de Rodez están dirigidas al director del hospicio, el doctor Jacques Latrémoliere. Aquí Raskolnikov publica la primera de todas ellas, que data del 6 de enero de 1945.

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