Entrevista a Arturo Pérez-Reverte

(publicada en diario La Nación el miércoles 17 de mayo de 2006)

-¿Le asigna un papel redentor al arte?
-No: el arte es una solución. El arte es el signo de la cultura y la cultura es lo que da consuelo frente a la certeza del caos y a la contundencia del horror que viene ocurriendo desde hace muchísimo tiempo. Es lo que te permite entender que eso forma parte de nuestra naturaleza. Hablo del horror interior y exterior. No hay modo de evitarlo ni de impedirlo. Ante ello, la cultura es un analgésico, no un anestésico. La cultura es lo que da serenidad frente al desastre.
-Si, como usted dice, somos producto de reglas ocultas y el mundo es un cúmulo de paradojas y convergencias, ¿qué hay, entonces, del libre albedrío?
-Es lo que yo llamo la carrera del prisionero. El ser humano está de rodillas, como un prisionero ante su verdugo. El universo nos tiene puesta una pistola en la sien y al final siempre aprieta el gatillo. Puede apretarlo con un tsunami, con el atentado a las Torres Gemelas, con el sida, con la vejez. La diferencia está en que hay seres humanos que se quedan de rodillas esperando el fin con resignación, o que buscan congraciarse con el verdugo. Y hay otros, los menos, que intentan echar a correr. Intentan ser libres y vivir durante 15 metros. Es muy poco, porque el tiro al final llega igual. Pero durante esos 15 metros que corre, el ser humano es libre. Esos 15 metros se llaman amor, amistad, dignidad, decencia, caridad, honradez, coraje, compasión, solidaridad. En esos 15 metros, aparentemente muy cortos, el ser humano puede hacer muchas cosas importantes. Toda la diferencia entre los hombres, para mí, reside en cómo corre o no corre esos 15 metros. Eso es el libre albedrío posible dentro de las reglas generales de un cosmos que no tiene sentimientos.
-¿Por qué dice que el cosmos nos tiene con una pistola en la cabeza?
-Porque nacemos y morimos. Hay un largo proceso cultural de Occidente que nos ha hecho creer que somos especiales, que somos absolutamente diferentes del resto de los seres vivos. Y no es así. Yo he visto muchos hombres muertos en las guerras. Y puedo asegurarte que olemos igual y nos rodean las mismas moscas, la misma podredumbre. El ser humano es un animal con inteligencia superior, pero también con más crueldad y sometido a todas las vilezas, decadencias, enfermedades, miserias y limitaciones de los seres vivos. Somos peones de un ajedrez enorme.
-Si su postura es que frente al horror sólo cabe el consuelo y no hay solución posible para el caos, ¿no constituye una resignación cómoda y amoral?
-No es resignación. Es asumir que el mundo es un lugar peligroso y difícil. Y que en ese territorio vivimos. Es mucho más elemental, aunque no lo parezca. El ser humano es un depredador hijo de puta que durante muchísimos siglos ha ido generando comportamientos y limitaciones sociales, consuelos y anestésicos, para negar la infame condición que le es propia. Pero ocurre que de pronto la realidad se impone con la forma de un tsunami, de una guerra de Malvinas, de un Titanic, de las Torres Gemelas y uno se enfrenta a lo que realmente es: un depredador con muy malos sentimientos en un territorio hostil, en el cual la supervivencia pesa más que todo. La guerra hace que todo eso se manifieste con una impunidad total.
-¿Eso ni siquiera se modifica en el momento en que ese territorio se vuelve incierto, por ejemplo, con el terrorismo internacional?
-El territorio siempre ha sido incierto. Cuando yo veía a la gente tirarse por las Torres Gemelas y la gente decía "¡qué espanto!", yo decía: "Pero si serán gilipollas, llevo 21 años contándolo". La gente no quiere saber. Estamos en ese territorio incierto, pero hemos vivido en un engaño fascinante que se llama Occidente: confort, comodidad, seguridad, besos en la boca, ecología, etcétera. Pero la realidad es muy diferente. La gente no quiere saber la verdad.
-¿Y qué pasa entonces con el sentido de responsabilidad de contar la verdad a pesar de ello?
-Usted formula un planteo desde un punto de vista moral, y el cosmos mata sin moral. Estamos hablando en dos lenguajes diferentes. El horror es frío y malvado. Hay simetrías terribles. El niño pequeño que levanta las manos en la fotografía del gueto de Varsovia mañana quizá será un verdugo que matará israelíes. Y el niño palestino que hoy es víctima de los israelíes mañana tal vez se pondrá un cinturón bomba. No me lo han contado: yo lo he visto en 21 años de guerras. No es una cuestión moral. El hombre cree que mata por una razón, pero es un resultado de su propia naturaleza. El hombre intelectualiza el acto de matar, pero matamos por lo mismo que los animales: territorio, comida, supervivencia. Por supuesto que decir la verdad tiene sentido. Pero es que a mí, como narrador, la verdad me importa un carajo. Por favor, más preguntas.
-Continúe con ese desarrollo, que es interesante...
-Cuando uno está tanto tiempo observando al ser humano descubre que a menudo el hombre tiene lo que se merece, porque en tres mil años de memoria escrita y documentada no hemos aprendido nada. ¿Hasta qué punto hay que tener compasión de aquellos que no aprovechan tres mil años de experiencia? ¿Hasta qué punto una sociedad que cree que las Torres Gemelas nunca se caerán o que los tsunamis nunca ocurrirán en playas con hoteles de lujo y que la religión nos salva merece sobrevivir o debe ser compadecida cuando sufre? Eso es terrible. Lo inmoral es que la sociedad occidental, con esos tres mil años de memoria, reduzca todo eso, sin procesar, a una especie de ensalada macedonia, mientras hace zapping frente al televisor entre la guerra de Irak, el partido de fútbol y el divorcio de una estrella de cine.
-¿Cómo se ve usted hoy, con 21 años de recuerdos de guerra como corresponsal y viviendo como un escritor exitoso?
-Viejo, cansado, con suerte. Todo ser humano que ha vivido situaciones extremas genera una lucidez determinada. Ese tipo es un superviviente y como tal tiene pesadillas vinculadas con lo que hizo para sobrevivir. A veces, escribir o bailar o enamorarse o tener sexo hace que esas pesadillas se conviertan en fantasmas. Los fantasmas son una compañía melancólica, pero aceptable.
-Usted procura explicarse las reglas de la guerra. ¿No es contradictorio procurar hallar razones en la sinrazón?
-La guerra puede explicarse perfectamente por la razón. Lo que es inexplicable es la paz, porque no es el estado natural del hombre. Eso nos lo han hecho creer durante siglos y nos ha llevado a un estado peligroso, que es el de la irresponsabilidad frente a la paz. Se le dice al hombre que la guerra está fuera de su esfera de responsabilidad. Adorno le decía en una carta a Thomas Mann que lo estremecedor no era que los alemanes negaran que habían sido nazis, sino que estuvieran convencidos de no haberlo sido. Uno se da cuenta de que ese trabajo psicológico en el hombre ha hecho que no se sienta responsable de la guerra. Y todos somos culpables. Aquí no hay nadie inocente. El sargento Fernández que torturó a la señora Martinetti durante la dictadura era tan culpable como la familia que esa mañana tomaba un café en La Biela. Estoy hasta los cojones de tanto inocente a mi alrededor.
-¿Qué ha pasado con los héroes? Para los jóvenes, sólo parecen serlo los músicos de rock y los bomberos...
-Los justifico. El bombero es un icono moderno que admiro. No soy sociólogo, pero creo que vivimos en una sociedad que no reclama héroes en el sentido clásico. Héctor y Aquiles estarían incómodos en este mundo. Además, el héroe ha sido muy manipulado y ha perdido su significado. En 1982, los pilotos de la aviación argentina fueron héroes de verdad, pero su hazaña admirable fue opacada por la infame guerra de Malvinas, que fue el contexto miserable. Esos héroes tendrían que haber sido homenajeados. Un país sin complejos lo hubiera hecho. Los únicos héroes hoy son los decentes. El heroísmo está vinculado solamente con la decencia, la dignidad y el valor. El valor es ser consecuente con lo que uno cree, con la fe que uno profesa y con el hecho de defenderla cueste lo que cueste, aunque el costo sea la marginación, la proscripción. Es la única virtud que admiro. Cuando todo se va al diablo, el valor es la única virtud que no se compra. Es el único sello de calidad del ser humano: el valor lúcido e inteligente.




Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) ha logrado combinar de modo extraordinario el periodismo de acción y la literatura. Se dedica en exclusividad a la literatura, tras vivir 21 años (1973-1994) como reportero de prensa, radio y televisión cubriendo conflictos internacionales.
Trabajó doce años en el diario Pueblo, y nueve en los servicios informativos de Televisión Española especializado en conflictos armados. En la actualidad, escribe una página de opinión en El Semanal, que se distribuye simul­táneamente en 25 diarios españoles, y que se ha convertido en una de las secciones más leídas de la prensa española.
Sus novelas El húsar (1986), El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1990), El club Dumas (1993) y La carta esférica (2000); los relatos La sombra del águila (1993), Territorio comanche (1994), Un asunto de honor, Cachito (1995), Obra breve (1995); y la selección de ar­tículos recogidos en Patente de corso (1998) consolidan una brillante carrera literaria. A finales de 1996 aparece la colección Las aventuras del capitán Alatriste, que desde su lanzamiento se convierte en una de las series de más éxito. Después de su primer volumen El capitán Alatriste, siguieron Limpieza de sangre (1997), El sol de Bleda (1998) y El oro del Rey (2000).
Ha recibido importantes galardones literarios y su obra ha sido traducida a veinte idiomas y publica­da en más de una treintena de países.

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