Retrato Zapatista

En su último viaje a México, en diciembre de 2007, el escritor y artista plástico inglés John Berger se reunió con el subcomandante Marcos. De allí resultó no sólo el retrato que los convocaba sino un texto delineado por figuras del México de ayer y de hoy.


Sentado en una cabaña de madera en las afueras de la localidad de San Cristóbal de las Casas en Chiapas, en el sudeste de México, estoy a punto de empezar a dibujar un retrato del subcomandante Marcos. Veinte años atrás, en este pueblo de calles angostas y de casas pintadas en tonalidades de flores, si un indio caminaba por una calle tenía que hacerse a un lado para permitir que un mexicano "blanco" continuara su camino imperturbable. Cuando los zapatistas tomaron el control de la ciudad en 1994, eso cambió.
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La víspera Marcos había anunciado ante varios centenares de personas que, por un tiempo, no haría más presentaciones públicas, porque la amenaza a las comunidades zapatistas era en este momento tan fuerte que debía volver a ser el soldado clandestino que en algún momento había sido, para ayudar a organizar la defensa en las montañas. La defensa de quienes -recordó al público- habían renunciado formalmente a toda forma de lucha armada desde 1996, pero que en caso de ser atacados resistirían con tenacidad. Al parecer, el nuevo presidente Calderón y su gobierno, después de su elección fraudulenta en 2006, calculaban que podrían proceder en breve a aniquilar a los zapatistas sin provocar protestas generalizadas. Y de esa forma, creen que el ejemplo flagrante de la desobediencia de los zapatistas ante la tiranía global del fascismo económico, conocido como neoliberalismo, también será aniquilado. Marcos y los comandantes se ponen a hablar y yo empiezo a dibujar. Todos tienen sus pasamontañas puestos. "Usamos pasamontañas -proclamaron una vez los zapatistas- para ser visibles". Extraña paradoja para analizar mientras se dibuja un retrato. Yo leía sus rostros a través de sus ojos, y los mensajes de los ojos son los gestos faciales menos controlables y por lo tanto más sinceros.
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México posee una de las minas de plata más grandes del mundo, como bien descubrieron los conquistadores apenas llegaron. Es también una tierra de espejos. Ciudad de México es probablemente la tercera metrópoli del mundo, con una población que supera los 20 millones de habitantes. Una ciudad de consumismo desenfrenado, de chantajes interconectados, de pobreza. Barrios enteros manejados por pandillas de traficantes de droga. Avenidas residenciales custodiadas por guardias de seguridad privados con chalecos antibala. Una contaminación colosal. Tránsito caótico. El río Piedad corre hacia el este por una tubería oxidada monstruosa. Transporte público mínimo. Aquí los autos han pasado a ser para los que trabajan tan indispensables como la vivienda. La antigua ciudad azteca de Tenochtitlán finalmente ha sido transformada en un carrusel para los intereses de las automotrices y petroleras del capitalismo corporativo. Cada año, un millón de campesinos e indígenas mexicanos se ven obligados por la pobreza y la carencia de tierras a abandonar sus hogares rurales y trasladarse a la capital o a otras ciudades, mientras sus tierras son ocupadas por empresas agroindustriales. México es un país de migración. Quince millones de hombres y mujeres trabajan en Estados Unidos. Cada año, envían a su país alrededor de 25.000 millones de dólares. Estos trabajadores son en su mayoría indocumentados y, por lo tanto, considerados criminales en Estados Unidos y tratados como tales. "Sólo para los poderosos la historia es una línea ascendente donde su hoy siempre es la cúspide", han dicho los zapatistas. "Para quienes están abajo, la historia es un interrogante que sólo puede responderse mirando hacia atrás y hacia adelante, creando nuevos interrogantes".
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Y mientras dibujo el volumen de su cabeza, me pregunto cómo definir, cómo trazar el contorno de ese lugar desde el cual sale la voz del autor de los mensajes zapatistas. ¿Desde dónde habla al mundo? Físicamente, la voz habla desde aquí, desde las regiones altas onduladas y escarpadas de Chiapas, controladas actualmente por sus pueblos indígenas que recuperaron su tierra para cultivarla, y que construyeron escuelas, centros comunitarios, clínicas. ¿Pero desde dónde habla su voz metafóricamente? Regreso a la ciudad buscando una respuesta a mi pregunta. La calle principal todavía es llamada, curiosamente, Avenida de los Insurgentes. En el centro aún hay docenas de calles con nombres de capitales o países europeos, porque hace un siglo México se consideraba un faro del Progreso y la Revolución mundiales. Es casi igual la cantidad de mexicanos que, en algún momento de su vida, va con sus familias a ver el fresco de la "Epopeya del pueblo mexicano" de Diego Rivera que la que va en peregrinaje a la basílica de Santa María de Guadalupe; y hacen su visita a esta inmensa pintura no para estudiar arte, sino para recordar y reflexionar sobre su destino. Ninguna reproducción consigue dar una idea de la fuerza y la escala del fresco de Rivera que remata la escalera principal de lo que fue hasta hace poco la sede del gobierno, el Palacio Presidencial. La comparación que se hace muchas veces con la Capilla Sixtina de Miguel Angel no es descabellada -pero con el Juicio Final, no con el techo-. Las cientos de figuras tamaño natural -desde las civilizaciones precolombinas, desde el mercado callejero de Tenochtitlán, desde tres siglos de explotación colonial hispánica, desde la Guerra de la Independencia que terminó en 1821 y, de manera más decisiva, desde el siglo posterior a esa guerra que desembocó en la Revolución de 1910 y su visión de un futuro distinto-, todas esas figuras notorias y anónimas están contenidas juntas en una visión de tanta energía y continuidad que, pese a las muchas y enormes crueldades, resultan en una suerte de invitación fraterna. Al mismo tiempo -y es probable que sea otra de las razones por las que pienso en la confusión y el desorden del Juicio Final de Miguel Angel-, al mismo tiempo, la historia política del México moderno, tal como aparece presentada en esas paredes y a partir de todo lo que ha pasado desde que fueron pintadas, no es nada menos que un campo gigantesco de promesas rotas. Un tipo de esclavitud siguió a otro, nuevos sistemas de represión y discriminación reemplazaron a los anteriores, formas modernas de pobreza fueron inventadas e impuestas, cada vez más recursos naturales fueron utilizados y robados por los gringos del norte, y los pueblos indígenas quedaron cada vez más desheredados. Solamente el grito de Emiliano Zapata "¡Tierra y Libertad!" -antes de ser asesinado en 1919- siguió sonando verdadero. Y llego a ese punto. La barranca entre el inmenso campo de promesas rotas y las expectativas populares de justicia debía ser llenada de alguna manera, y los principales partidos políticos, empezando con el PRI (¡Partido de la Institución de la Revolución!), lo han hecho durante setenta años destrozando lo que alguna vez fue un lenguaje político. Promesas rotas, premisas rotas, proposiciones rotas, leyes rotas. La voz de los mensajes zapatistas, que ofrecen un ejemplo de resistencia tanto local como global, surge de esa barranca. "No para tratar de resolver desde arriba, sino sí, para construir desde abajo y para abajo. No creemos que el fin justifique los medios. En definitiva, creemos que los medios son el fin. Construimos nuestro objetivo al mismo tiempo que construimos los medios por los cuales seguimos luchando. En ese sentido, el valor que damos a la palabra dicha, a la honestidad y a la sinceridad es grande, aunque a veces podamos equivocarnos ingenuamente."
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Me mira mientras dibujo y sonríe. Detrás del pasamontañas, bajo la nariz prominente, una boca y una laringe que hablan de esperanza desde la barranca. Dibujé lo que he podido. Los zapatistas, mientras tanto y probablemente, estén corriendo peligro.
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John Berger
Traducción: Cristina Sardoy

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