1’ 35’’

Un minuto treinta y cinco segundos es lo que dura este semáforo en rojo, él lo sabe porque ha estado ahí miles de veces. En una ocasión usó la técnica del cocodrilo para tomar el tiempo que tardaba ahí: un cocodrilo, dos cocodrilos, tres cocodrilos... Supuso que si volvía a hacerlo obtendría el mismo resultado. 95 cocodrilos arrojó la estadística. Un minuto treinta y cinco segundos tarda el semáforo en cambiar de color.

Nunca había estado en aquel semáforo con una compañía tan agradable como la de esa noche. En un minuto treinta y cinco segundos podría explicarle lo mucho que se parece a aquella actriz de aquella película que vio cuando era soltero, la misma que ahora sale en esa serie tan de moda; que todas sus sonrisas le recuerdan el tiempo en que no tenía hijos ni preocupaciones por el día o la forma en que llegaría a casa.

En un minuto treinta y cinco segundos podría romper sus medias y acariciar esas piernas que tanto lo enloquecen, averiguar cuándo fue la última vez que las depiló y conocer su verdadero color. Un minuto treinta y cinco segundos es suficiente incluso para probarlas. Pero si en vez de tocar sus piernas metiera la mano bajo la falda, le gustaría averiguar que está mojada; ya que no fue el lugar o la música lo que la excitó, es él quien merece el crédito –esto es una verdadera victoria, le gusto tanto que incluso en un auto modelo ’82 la pongo cachonda-.

En un minuto treinta y cinco segundos le puede cantar una canción de Agustín Lara; quizá no completa, pero sí la parte que arranca suspiros, aún a quienes claman no tener alma.
sol de mi vida, luz de mis ojos, siente mis manos cómo acarician tu tersa piel;
mis pobres manos; alas quebradas, crucificadas, crucificadas bajo tus pies;
abre los brazos, maravillosos; y entre sollozos bébete mi alma que es para ti
¿qué culpa tengo? de ser tan tuyo; de que tu orgullo sea mi cadena;
pobre de mí…


En un minuto treinta y cinco segundos puede besarla, un beso tan apasionado cómo los de la tele, sólo que no la dejaría ir sin morderle el labio, una mordida suave que haga brotar un poco de sangre; no por placer, sólo por la curiosidad de su sabor. Tiene que ser especial esa sangre; de otra manera no sería de ella.

Puede ocupar ese minuto treinta y cinco segundos en seguir mirándola, concentrarse en sus ojos, tomar su mano con la derecha y pasar suavemente por su cabello la izquierda; ese gesto lo haría ver como el caballero que es y le demostraría que es diferente a otros. A él no sólo le interesa tocar sus senos.

El minuto treinta y cinco segundos se ha cumplido. Puntuales como alarma, los cláxones le hacen acelerar; ese minuto treinta y cinco segundos lo gastó viéndola por el retrovisor. Ha conseguido una erección que tiene que ocultar, es la primera pasajera de la noche y por la dejada le calcula no menos de 70 pesos de ganancia; no tiene que hacer mucho esfuerzo por disimular el bulto en su pantalón, ella no lo ha mirado ni un instante, se encuentra inmersa en una llamada con su esposo.


Ricardo Acevedo

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